Estoy enfermo de cáncer y no tengo por qué avergonzarme de ello. Cuando una persona queda presa por esta enfermedad, se ve aislada del mundo exterior por un tenue y sutil velo de repulsa y miedo para quedar rechazada poco menos como lo hacían en la edad media con los apestados.
El mejor regalo que le puedes hacer a una persona afectada de cáncer es acudir a visitarla para darle tu solidaridad y afecto en su pena. Yo, hace un tiempo, no lo hice con un amigo y me he arrepentido siempre. Tal vez por eso quiero escribir esta carta pidiéndole perdón, aunque ahora de poco le va a servir. Cuando en su día me diagnosticaron cáncer, miré a la cara del hijo de la barragana que llevo dentro diciéndole: “Tú, desgraciado, hijo de tu madre, no me ganarás nunca”. Y aquí estoy, en plena pelea con él. Lo he pasado muy mal, pero gracias al empeño de los míos, al cuadro de facultativos que se esfuerzan en curarme y a la cantidad de potingues ingeridos, creo que en el momento de los cuidados paliativos le estoy ganando la partida. Celebré hace poco los 80 años, edad en la que empiezan a difuminarse las brumas del pasado, compartiendo y disfrutando este momento.
Arrimando el hombro y empujando hacia arriba, unos sencillos consejos pueden ayudar a ir pasando este amargo trago. Andar cada día un rato, dentro de vuestras posibilidades, sólo para mover el cuerpo. Ingerir una comida sana cuidando al máximo una dieta adecuada. Mover las manos dentro de las habilidades de cada cual. Buscar entretenimiento. El cerebro lo es todo: no dejarlo secar. Disfrutar al máximo posible de las relaciones sociales.
Soy médico y sé que estos breves consejos no pueden curar a nadie, pero sí intentar ayudar a acarrear esta cruel enfermedad en su paso por este valle de lágrimas… y alegrías.