Tras más de 20 años de ejercicio profesional curando a pacientes con cáncer, la enfermedad me atrapó. De nada me sirvieron mis precauciones con la dieta, mis sesiones constantes de ejercicio físico, mi adecuado índice de masa corporal y mi expediente ejemplar exento de hábitos tóxicos. Tampoco me ayudó a evitarlo mi experiencia adquirida en la consulta, pacientes y pacientes. Caí en sus redes como millones de personas más en el mundo, atrapada por la gran epidemia. Sí me resultaron útiles mis inequívocos conocimientos de Medicina: la aparición de ganglios de forma persistente en distintas áreas del cuerpo y otros síntomas como la sudoración nocturna son signos de un cáncer llamado linfoma, estadio IV en mi caso. Así lo sospeché y así lo confirmé a mis 48 años de edad.
Mi viaje a través de la enfermedad lo calificaría como un momento de crecimiento personal que jamás pude imaginar. Nunca sabes cómo te enfrentarías a una situación así hasta que te ocurre, y en mi caso pienso que superé todas mis expectativas. Y aunque el cáncer continúa siendo una enfermedad temida y fatal en muchos casos, como médico tengo que decir que hay enfermedades peores. Encontrar la muerte de forma súbita, o morir tras 3 meses intubado en una unidad de cuidados intensivos, son finales que no deseo para nadie.
Padecer una enfermedad de este tipo te hace más sabio ante la vida, de manera que a partir de ese momento empiezas a elegir cómo y qué quieres vivir. Para nosotros, los pacientes y supervivientes de cáncer, el tiempo cuenta de otra forma. Es EL momento en el que te das cuenta de que somos mortales, de que esto algún día se acabará. Nuestra cultura, a diferencia de otras, tiene ese defecto: damos la espalda a la muerte, huimos de ella y es palabra tabú, lo que nos lleva a vivir como si fuésemos inmortales y la muerte nos angustia. Enfermar me hizo reflexionar sobre mi propia mortalidad, y esa realidad impregnó mi pensamiento y ajustó el cristal de las gafas a través de las cuales y desde entonces, visualizo el mundo y lo que en él acontece. A día de hoy, cada día pienso en la muerte, pero no como una tragedia, sino como una realidad que nos acompaña a todos. Ojalá tuviéramos esta conciencia sin necesidad de padecer enfermedades graves que amenazan nuestras vidas. Y mucho peor que asumir mi mortalidad ha sido sentir el sufrimiento de las personas que te quieren, sobretodo tus hijos. Mi familia, mis compañeros de trabajo, mis pacientes… todos ellos han expresado de una manera u otra su preocupación y su dolor, y he derramado más lágrimas por recoger ese sentimiento provocado por mi estado que por la preocupación en sí por mi proceso y pronóstico. No he tenido miedo a la quimio, a la alopecia, ni a la incertidumbre del trasplante de médula que me hicieron el pasado octubre, pero sí he sufrido infinito al comprobar el dolor y la preocupación en mis seres queridos y en mis pacientes.
La dualidad médico-paciente me ha permitido percibir muchos matices vinculados con la enfermedad, su diagnóstico y su tratamiento, y me ha ayudado a reflexionar sobre el proceso mismo de enfermar, y sobre la forma de enfrentarnos a la enfermedad y su tratamiento. Fruto de ello es la iniciativa que impulso para investigar en la prevención primaria del cáncer, es decir, qué debemos de hacer para no enfermar. También han cambiado los mensajes que doy a mis pacientes en consulta, permitiéndome el derecho a regañarles cuando se enfrentan a su vida diaria con angustia y con lágrimas matinales que no les permiten ver el sol, que sigue saliendo y poniéndose cada día, lo cual es una maravilla que nadie se pueden perder.
Dra. Isabel Prieto
Oncóloga radioterápico